En varias partes de los evangelios, los niños son puestos como ejemplo de lo que quiere el Señor de nosotros. A él le gusta rodearse de ellos, pues ve en sus corazones seres que todavía no se han dejado contaminar por todas aquellas actitudes de pecado que caracterizan a los adultos. Una de ellas es el deseo de ocupar los primeros puestos, de ser el más importante siendo indiferente. Y esto es precisamente lo que discuten los discípulos por el camino. Jesús les hace ver que la lógica divina es muy distinta a la humana: «quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35). El mismo Jesús dio ejemplo de ello en innumerables ocasiones y hasta se atrevió a lavarles los pies a sus discípulos, a pesar de que era un trabajo que en su época estaba reservado a los esclavos y a los siervos. Y eco de esta exigencia del Señor es la segunda lectura, tomada de Santiago (3, 16): «donde hay envidias y rivalidades, hay desorden y toda cla­se de males». Hoy la Palabra nos invita a que no pongamos nuestro corazón en los primeros puestos como único sentido de nuestras vidas o en el dinero fácil, sino que fomentemos una serie de valores que priman al ser humano por encima de lo material: la generosidad, el servicio, la tolerancia, el respeto por ideas contrarias a las nuestras, el perdón dirigido a aquellos que nos ofenden, el rechazo a la violencia como manera principal de resolver los problemas, la fidelidad a la justicia como sustituto a la venganza, etc.

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