MARÍA, MADRE DE LA IGLESIA

En el mes de mayo, agregamos al Tiempo de Pascua la dimensión mariana. María, la mujer del «Sí» y la discípula perfecta, nos lleva a contemplar el Misterio Pascual, no solo desde la visión de Jesús resucitado, sino en la vida del mismo Jesús y de Maria desde Nazaret hasta Jerusalén. La vida de la Santísima Virgen no solo tiende hacia la resurrección, sino que, desde su «Fiat», es una vida de resucitada. La plenitud del Espíritu de Dios la había cubierto con su sombra; así la hizo Arca de la Nueva Alianza, Sagrario de la Trinidad. Y por supuesto, la Presencia del Espíritu Santo jamás dejaría tan digna morada, puesto que aquello que Dios ha escogido para Sí mismo no deja de ser nunca de Él.

Dios no usa a las personas. Él las consagra y las llena de su gracia, que permanece en ellas por siempre, inclusive en los momentos más oscuros. Por eso, María es puesta como Madre de la Iglesia, testigo de toda la vida de su Hijo y protectora de los discípulos con su oración, puesto que perseveraba con ellos a la espera del Pentecostés universal.

La Pascua es un tiempo de plenitud que no debe pasar sin pena ni gloria por nuestra vida. En este tiempo, la Iglesia prepara y celebra con dedicación las solemnidades que preceden y siguen el final de la Pascua. Uno tras otro, los domingos de este tiempo nos introducen cada vez más en el misterio de Dios, desde la Ascensión hasta la fiesta de la Trinidad. La gracia de este tiempo se debe manifestar igualmente en la vida de los cristianos comprometidos con su propio proyecto de vida y con el Evangelio. La luz de la Pascua encendida en el sábado santo es la fuente inextinguible de dicha alegría: Cristo resucitado es la luz que no tiene ocaso en la vida de los cristianos.

Encomendamos esta edición en las manos de Jesús resucitado, para que, con la fuerza de su Espíritu, dado en Pentecostés, haga nuevas todas las cosas, renueve nuestras parroquias, familias, puestos de trabajo, y nos permita ser testigos de su Evangelio.

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