Es la hermana de María y de Lázaro de Betania, un pueblo que queda a unos tres kilómetros de Jerusalén. En su casa, Jesús se hospedó durante su predicación en Judea. En una de estas visitas, aparece por primera vez Marta. El Evangelio la presenta como una mujer solícita y preocupada por acoger dignamente al amigo huésped, mientras que la hermana María prefiere dedicarse a escuchar las palabras del Maestro. No nos maravilla, pues, el reproche que Marta le hace a María: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola sirviendo? Dile, pues, que me ayude» (Lc 10, 40). La amable respuesta de Jesús puede parecer un reproche a la activa ama de casa: «Marta, Marta, tú te inquietas y te afanas por muchas cosas; una sola es necesaria. María, en cambio, ha escogido la mejor parte, que no le será quitada» (Lc 10, 41-42). Pero no es un reproche, según comenta San Agustín: “Marta, tú no has escogido el mal; pero María ha escogido mejor que tú”. Marta vuelve a aparecer en el Evangelio en el dramático episodio de la resurrección de Lázaro, en el que, implícitamente, pide un milagro con una sencilla y estupenda profesión de fe en la omnipotencia del Salvador, y aparece también en un banquete en el que participa también Lázaro, poco después de su resurrección: también esta vez aparece como la mujer ocupada en todo. De los años siguientes de la santa, no tenemos ningún dato históricamente cierto, aunque abundan las leyendas. Los primeros en dedicar una celebración litúrgica a Santa Marta fueron los Franciscanos en 1262, quienes fijaron su conmemoración para el 29 de julio, es decir, ocho días después de la fiesta de Santa María Magdalena.

 

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