LA PRESENTACIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
Los datos sobre la presentación de Nuestra Señora se incorporaron a la tradición cristiana a través del Protoevangelio de Santiago, un escrito apócrifo del siglo II, donde se cuenta que, a la edad de tres años, María fue acompañada al templo por sus padres Joaquín y Ana, con el fin de que “su corazón no se distrajera fuera del templo del Señor”. Lo más importante y lo que es necesario destacar en esta fiesta es la consagración de la Virgen al Señor desde su infancia. Todas las obras de Nuestra Señora fueron siempre para el Rey, puesto que sabemos que, desde el primer instante de su concepción inmaculada, estaba llena de gracia. Todos estos años de su vida, hasta el momento de su matrimonio con José, fueron una preparación para algo que ella aún no sabía, pero que Dios tenía preparado desde toda la eternidad. María amaba el silencio, como sabemos por el testimonio de San Lucas -«guardaba todas las cosas en su corazón» (Lucas 2:19)- y durante este tiempo dispuso silenciosamente su alma para cumplir siempre la voluntad del Señor. El origen de la fiesta está vinculado a la dedicación de una basílica en honor de Santa María, construida por el emperador romano Justiniano (siglo VI) cerca al área que fue Templo de Jerusalén, en el lugar en que María habría transcurrido su infancia consagrada al servicio divino. Es la iglesia, llamada “nueva” (en oposición a la “antigua”, dedicada a la Natividad de María y edificada en el lugar de la supuesta casa de Ana en Jerusalén), consagrada el 21 de noviembre de año 543. En el curso del siglo VIII, la fiesta de la Entrada de la Santísima Madre de Dios en el templo se difundió por todas las diócesis orientales, encontrando el favor del pueblo. Festejada ya desde el siglo IX en los monasterios orientales de la Italia meridional, la Presentación apareció en Occidente en el siglo XIV, en especial, por petición de Filipo de Méziéres (embajador pontificio en Chipre y testigo de la solemnidad reservada a la fiesta en Oriente); en 1371, el Papa Gregorio XI permitió primero la celebración en la iglesia de los franciscanos de Aviñón (en ese tiempo, residencia papal) y, poco después, la insertó en el calendario de la curia romana, entregando textos propios para la misa y el oficio. En 1472, el Papa Sixto IV la extendió a toda la Iglesia occidental.
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