Cada 26 de abril recordamos a San Rafael Arnáiz Barón, religioso y asceta español de la “Orden Cisterciense de la Estricta Observancia”, orden monástica conocida también como “la Trapa”.

San Rafael es considerado uno de los más grandes místicos del siglo XX; sus escritos gozan de actualidad inusitada, pues vienen orientando y enriqueciendo la vida espiritual de miles de católicos alrededor del mundo.

Conquistado por el rostro de Dios

Rafael Arnáiz nació en el Paseo de la Isla, Burgos (España), el 9 de abril de 1911. Cuando tenía 12 años, su padre, que trabajaba como ingeniero de montes, se mudó con toda la familia a Oviedo. En esa ciudad, Rafael ingresó al Colegio de San Ignacio, regentado por jesuitas. Al concluir sus estudios secundarios, se matriculó en la Escuela Superior de Arquitectura de Madrid.

Es durante esta etapa cuando Rafael empieza a pasar largas horas en oración frente al Santísimo Sacramento, hábito que se fue fortaleciendo con el tiempo y que lo llevó a preguntarse, cada vez con mayor profundidad, qué quería Dios de él.

Aquellos prolongados encuentros cara a cara con Cristo Sacramentado le ayudaron a considerar la posibilidad de que el Señor lo estuviese llamando a la vida contemplativa. No obstante, su vocación de servicio lo impulsaría a realizar el servicio militar.

Apenas este acabó, Rafael inició el camino del discernimiento vocacional. Su primer paso fue dar rienda suelta al interés por conocer cómo era la vida de un monje -incluyendo ejercicios espirituales en esa búsqueda-. Al final arribó a una firme decisión: consagrar su vida entera a la oración como trato constante y permanente con Dios.

Así llegaría el 16 de enero de 1934, día en que solicitó el ingreso al monasterio trapense de Dueñas, en Palencia.

Un precoz “comerciante de perlas” (Mt 13,45-46)

En los días posteriores a su ingreso al monasterio, Rafael escribió: “Suspiro todo el día por Cristo (…). El monasterio va a ser para mí dos cosas. Primero: un rincón del mundo donde sin trabas pueda alabar a Dios noche y día; y, segundo, un purgatorio en la tierra donde pueda purificarme, perfeccionarme y llegar a ser santo. Yo le entrego mi voluntad y mis buenos deseos. Que Él haga lo demás”.

La Guerra Civil española y la diabetes que lo aquejaba lo forzaron a dejar hasta en tres ocasiones el monasterio, produciendo los subsiguientes reingresos. Quedar fuera del claustro no era una opción para Arnáiz. Sabía cuál era su centro y su lugar, y si las circunstancias no eran las propicias, poco importaba. Cuando estas cambiaban, volvía a donde fue llamado.

El “Hermano Rafael”, como lo llamaban quienes lo conocían, falleció el 26 de abril de 1938 en la enfermería del convento, a la edad de 27 años, tras sufrir un coma diabético.

El monje, el mejor ejemplo para la juventud

El 19 de agosto de 1989, el Papa San Juan Pablo II, con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) realizada en Santiago de Compostela (España), propuso al Hermano Rafael como “modelo para los jóvenes del mundo de hoy”. La propuesta del Santo Padre encerraba un poderoso mensaje: Rafael había sido un joven que vivió de cara a Cristo, una flecha que señalaba en dirección a Jesús.

Hoy, que la vida para muchos jóvenes carece de sentido o ha sido reducida a lo pequeño, parece ser tiempo propicio para conocer al Hermano Rafael. Él está allí para orientar a los jóvenes con su ejemplo, para interceder por ellos. Habiendo dejado a un lado las ofertas del mundo contemporáneo, se ha constituido en modelo de amor y libertad.

El 27 de septiembre de 1992, sólo unos años después de aquella JMJ, el mismo San Juan Pablo II lo declaró beato.

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