(Audiencia del Papa Benedicto XVI)

Hoy quiero hablarles de Santa Teresa de Lisieux, también conocida como “Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz”, que solo vivió en este mundo 24 años. Sin embargo, después de su muerte y de la publicación de sus escritos, se ha convertido en una de las santas más conocidas y amadas. “Teresita” no ha dejado de ayudar a las almas más sencillas, a los pequeños, a los pobres, a los que sufren, estos últimos la invocan bastante, y a toda la Iglesia. Su profunda doctrina espiritual fue tan fuerte que el Beato Juan Pablo II, en 1997, quiso darle el título de “Doctora de la Iglesia”, añadiéndolo al de “Patrona de las Misiones”, que ya le había otorgado el Papa Pío XI en 1927. Mi amado predecesor la definió “experta en la scientia amoris” (Novo millennio ineunte, 42). Teresa nació el 2 de enero de 1873 en Alençon, una ciudad de Normandía, Francia. Era la última hija de Luis y Celia Martin, esposos y padres ejemplares, que fueron beatificados juntos el 19 de octubre de 2008. Tuvieron nueve hijos, cuatro de los cuales murieron en edad temprana. Quedaron las cinco hijas, que se hicieron religiosas. Teresa, a los 4 años, quedó profundamente afectada por la muerte de su madre. El padre, junto con las hijas, se trasladó entonces a la ciudad de Lisieux, donde se desarrollaría toda la vida de la santa. Más tarde, ella, atacada por una grave enfermedad nerviosa, se curó por una gracia divina, que ella misma definió como “la sonrisa de la Virgen”. Recibió la primera Comunión, vivida intensamente, y puso a Jesús Eucaristía en el centro de su existencia. La “Gracia de Navidad” de 1886 marca un giro de 180 grados, que ella llama su “completa conversión”. De hecho, se cura totalmente de su hipersensibilidad infantil e inicia una “carrera de gigante”. A la edad de 14 años, Nuestra joven se acerca cada vez más, con gran fe, a Jesús crucificado y se toma muy en serio el caso, aparentemente desesperado, de un criminal condenado a muerte. “Quería a toda costa impedirle que cayera en el infierno”, escribe la santa, con la certeza de que su oración lo pondría en contacto con la Sangre redentora de Jesús. Es su primera y fundamental experiencia de maternidad espiritual: “tengo mucha confianza en la misericordia infinita de Jesús”, escribe. Con María santísima, la joven Teresa ama, cree y espera con “un corazón de Madre”. En noviembre de 1887, nuestra venerable adolescente va en peregrinación a Roma con su padre y su hermana Celina. Para ella, el momento culminante es la audiencia del Papa León XIII, al que pide permiso de entrar, con apenas 15 años, en el Carmelo de Lisieux. Un año después, su deseo se realiza: se hace carmelita “para salvar las almas y rezar por los sacerdotes”. Al mismo tiempo, comienza la dolorosa y humillante enfermedad mental de su padre. Es un gran sufrimiento que conduce a Teresa a la contemplación del rostro de Jesús en su Pasión. De esta manera, su nombre de religiosa —Sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz— expresa el programa de toda su vida en la comunión con los misterios centrales de la Encarnación y la Redención. Su profesión religiosa, en la fiesta de la Natividad de María, el 8 de septiembre de 1890, es, para ella, un verdadero matrimonio espiritual en la “pequeñez” del Evangelio, caracterizada por el símbolo de la flor: “¡qué fiesta tan hermosa la de la Natividad de María para convertirme en Madre de Jesús! Era la Virgencita recién nacida quien presentaba su florecita al Niño Jesús”, escribe. Para ella, ser religiosa significa ser “esposa de Jesús y madre de las almas”. Ese mismo día, la santa escribe una oración que indica toda la orientación de su vida: pide a Jesús el don de su Amor infinito y el don de ser la más pequeña, además, pide la salvación de todos los hombres: “que hoy no se condene ni una sola alma”. Es de gran importancia recordar su ofrenda al Amor misericordioso, que hizo en la fiesta de la Santísima Trinidad de 1895, la cual comparte enseguida con sus hermanas, siendo ya vice-maestra de novicias. Diez años después de la “Gracia de Navidad”, en 1896, llega la “Gracia de Pascua”, que abre el último período de la vida de Teresa: se trata de la pasión del cuerpo, con la enfermedad que la llevaría a la muerte en medio de grandes sufrimientos. Con María al pie de la cruz de Jesús, Teresa vive entonces la fe más heroica, como luz en las tinieblas que le invaden el alma. La carmelita es consciente de vivir esta gran prueba por la salvación de todos los ateos del mundo moderno, a los que llama “hermanos”. Se convierte realmente en una “hermana universal”. Su caridad amable y sonriente es la expresión de la alegría profunda cuyo secreto nos revela: “Jesús, mi alegría es amarte a Ti”. En este contexto de sufrimiento, viviendo el amor más grande en las cosas más pequeñas de la vida diaria, la santa realiza en plenitud su vocación de ser el Amor en el corazón de la Iglesia. Teresa muere la noche del 30 de septiembre de 1897, pronunciando las sencillas palabras: “¡Dios mío, os amo!”, mirando el crucifijo que apretaba entre sus manos. El acto de amor a Jesús la sumerge en la Santísima Trinidad. Ella escribe: “lo sabes, Jesús mío. Yo te amo. Me abrasa con su fuego tu Espíritu de Amor. Amándote yo a Ti, atraigo al Padre”.

 

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