La conmemoración de los fieles difuntos es la ocasión para una reflexión existencial sobre la muerte. En la Escritura leemos esta solemne declaración: «no fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes… Dios creó al hombre para la inmortalidad; lo hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 1, 13-15. 2, 23-24). Comprendemos que es de ahí de donde se desprende la razón por la que la muerte suscita tanta repulsión en nosotros. El motivo es que ésta no nos es “natural”: así como la experimentamos en el presente orden de las cosas, hay algo ajeno a nuestra naturaleza, fruto de la «envidia del diablo». Por eso luchamos contra ella con todas nuestras fuerzas. Este rotundo rechazo nuestro hacia la muerte es la mejor prueba de que no hemos sido hechos para ella y de que no puede tener la última palabra. El temor a la muerte representa un conflicto en lo más profundo de todo ser humano. Puede que haya alguien que ha querido reconducir toda actividad humana al instinto sexual y explicar todo con él, incluso el arte y la religión. Pero más poderoso que el instinto sexual es el del rechazo a la muerte, del que la propia sexualidad no es sino una manifestación. Si se pudiera oír el grito silencioso que brota de la humanidad entera, se oiría un grito tremendo: “¡No quiero morir!”. ¿Por qué, entonces, invitar a los hombres a pensar en la muerte, si ya está tan presente? Es sencillo. Porque nosotros, como humanidad que somos, hemos elegido suprimir el pensamiento de la muerte. Hacemos proyectos, corremos, nos enojamos por nada, como si en cierto momento no tuviéramos que dejar todo y partir. Pero el pensamiento de la muerte no se deja arrinconar o suprimir con estas pequeñas tretas. Así que no queda más que reprimirlo o huir de su gravedad con paliativos. Los hombres nunca han dejado de buscar remedios a la muerte. Uno de estos se llama “sobrevivir en los hijos”, otro, la fama. En nuestros días se va difundiendo un “pseudo-remedio”: la doctrina de la reencarnación. La doctrina de la reencarnación es incompatible con la fe cristiana, que, en su lugar, profesa la resurrección de la muerte. «Está establecido que los hombres mueran una sola vez, y luego el juicio» (Hb 9,27). El cristianismo tiene algo bien distinto que ofrecer sobre el problema de la muerte. Anuncia que «uno ha muerto por todos», que la muerte ha sido vencida; ya no es un abismo que engulle todo, sino un puente que lleva a la otra vida, la de la eternidad. Con todo, reflexionar sobre la muerte hace bien también a los creyentes. Ayuda, sobre todo, a vivir mejor. ¿Estás angustiado por problemas, dificultades, conflictos? Ve hacia delante, contempla estas cosas como te parecerán en el momento de la muerte y verás cómo se redimensionan. No se cae en la resignación ni en la inactividad; al contrario, se hacen más cosas y se hacen mejor porque se está más sereno y más desprendido. Contando nuestros días, dice un salmo, se llega «a la sabiduría del corazón» (Sal 89, 12). (Benedicto XVI)

 

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